Llevamos unos días intensos. Unos días de debates encendidos, a diversos niveles. Unos sinceros, buscando soluciones. Otros demagógicos, electoralistas, alimentando slogans y panfletos.
Han sido los días en los que las personas que vivimos en esta sociedad nos hemos enfrentado a nuestros demonios, cuando haciendo adalid de nuestro gen justiciero, hemos inundado las redes sociales, y las analógicas también, de soluciones, ideas geniales, críticas, insultos, amenazas, odios y venganzas salidos de las entrañas más profundas.
Genes que sacan lo peor de las personas, desde la excusa del hartazgo, de la sensación de impunidad. Esa misma que llevamos padeciendo en muchos otros órdenes, desde hace ya demasiado tiempo.
Y cuando ya nos estábamos hundiendo en ese lodazal sin fondo que representa el afán de venganza a partir del amarillismo y la desinformación (o hiper… a veces), ha tenido que ser ella, una mujer, una madre, la que nos ha tapado la boca y nos ha sumido en sentimientos encontrados de arrepentimiento y admiración. Nos ha parado los pies (por lo menos a algunas, que de todo hay), y nos ha hecho reflexionar.
Nos ha hecho reflexionar en los valores. Esos que no sabíamos por dónde andaban. Durante varios días, a pesar de estos instantes oscuros, de perplejidad e indignación, hemos visto cómo esos valores se vuelven a hilar, y empiezan a capturar nuestras conciencias. Esa madre, las mujeres en la marea del 8 de marzo, las personas mayores en su protesta ya intergeneracional…
Los valores empiezan a calar. Y lo observo ya en mi entorno más cercano, cuando la gente se pregunta en la calle si estuvo allí, y se sonríen y asienten. Y dicen que fue increíble, pacífico, cívico… participativo. Y se suman cada día más. Y es entonces cuando a pesar de las brujas y los canallas que todavía andan en circulación, recupero la confianza en esta sociedad nuestra, que tanto tiene que ofrecer en esta marea imparable que no deja de crecer.